lunes, 30 de noviembre de 2015

Email account

Allá, un poco más allá, unas niñas con ganas de ser mayores, adornan la tarde con el brillo que desprende la promesa de su porvenir. Email account se escapa a la mirada de codos y de sal de ella. Nada se escapa y todo se le escurre entre los dedos.
El hombre gris que pasa bajo su ventana sigue sin explicarse porqué tiene en los hombros de la chaqueta unas pequeñas partículas blancas; si es calvo como una bola de billar. No se explica porqué, desde hace unos días, al llegar a casa, siente la necesidad de desnudarse y rascarse el cuello; de ducharse.

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Camina y sus pies, adorables, casi alados, sostienen su cuerpo en equilibrio inestable. Se cruza con los que habitualmente mira desde su ventana. Entra en el bar. Pide un café y se recrea en la mirada a través de las volutas de humo que ascienden desde la taza. A través de ellas, hasta el desafortunado rostro del camarero le parece hermoso.

En el otro extremo de la barra hay un hombre sin nombre. No tiene nombre porque un día lo perdió. Cosas que pasan. Pierdes el mechero, la vergüenza, el tiempo y porqué no, el nombre. A ella le cae bien el innombrable. Esta allí, un poco torpe, incómodo, en su cuerpo pero, ella lo sabe bien, está riéndose del mundo.

Ella tiene ganas de hablar con él. Él se muere de ganas por pasar la noche con ella. Recuerda que, cuando tenía nombre, pasó una noche sus manos nerviosas por el tapiz de sus senos. Besó sus vértices y le dio su esencia y ella es, era, el centro del mundo. Recuerda sus días como la cima del mundo, como el tiempo que pasó siendo el rey de reyes, el hombre que merecía sus besos.

Ella se levanta. Al salir del bar pasa por detrás del hombre sin nombre. Y, sutil, deja caer por el hueco que hay entre el cuello de la camisa y el cuello de él un pellizco de sal.

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